Resulta curioso que no exista ningún plazo para acabar con las grasas trans en la bollería industrial. Fotografía: Marta Becerra

Alimentos procesados: precaución, están llenos de grasa, azúcar y sal

¿Por qué una pizza precocinada cuesta más barata que una que hacemos en casa? La respuesta está en que, en muchos casos, ni el queso es queso, ni el jamón, jamón… Te contamos algunos de los secretos de la industria alimentaria que debes conocer.

Con Mucha Gula01/05/2017

Si sacas algo más que una pizca de sal, azúcar o grasa a esos preparados industriales, según estos experimentos, no queda nada o, peor, lo que queda son las inexorables consecuencias del proceso alimentario: sabores repulsivos, amargos, metálicos y astringentes.

No son, en el proceso industrial, ingredientes, sino armas que se utilizan, claramente, para derrotar a sus competidores, pero también para hacer adicto al consumidor.

El azúcar: no sólo endulza, también sustituye

En cada una de las diez mil papilas gustativas tenemos receptores especiales para el dulce, y todos ellos están conectados, de una u otra manera, a las partes del cerebro conocidas como zonas del placer, donde se nos gratifica por llenar los almacenes corporales de energía. Receptores que, según algunos descubrimientos, se encienden con el azúcar incluso en el esófago, el estómago y el páncreas, y que parecen estar íntimamente ligados a nuestros apetitos.

El azúcar no sólo hace irresistible el sabor de la comida y la bebida, sino que también se utiliza para elaborar una serie de milagros en la fabricación, desde los donuts que al freírlos se hacen más grandes, pasando por el pan, que no se reseca, hasta los cereales de color tostado dorado, que tan ligeros resultan al paladar. También sustituye a ingredientes más caros, como el tomate del kétchup, para añadir textura y volumen.

El promedio de consumo en Estados Unidos es de 22 cucharaditas de azúcar al día, que se divide en partes iguales entre el azúcar de caña, de remolacha y el grupo de edulcorantes de maíz que incluye el jarabe de maíz de alto contenido en fructosa (con un poco de miel y de jarabe para redondear la mezcla).

Parte del azúcar que consumimos está en los refrescos azucarados: 145 litros al año en 2011 se consumieron en Estados Unidos. Nuestros hábitos de consumo en España van hacia ese camino. Además, a pesar de su valor calórico no reducen el volumen de ingesta, ya que sus consumidores se toman estas calorías adicionales como si fueran invisibles.

Según el experimento de Sclafani, se vincula el azúcar con la sobrealimentación compulsiva, creándose síntomas relacionados con el síndrome de abstinencia similares a los que producen las drogas. Robert Margolskee, biólogo molecular director adjunto del centro Molell Chemical Senses Center en Filadelfia, asociado con otros científicos, ha descubierto que los receptores del sabor dulce de la lengua se estimulan con los endacannabinoides, sustancias producidas en el cerebro que aumentan nuestro apetito. Son sustancias químicas hermanas del THC, el ingrediente activo de la marihuana.

No tenemos que tomar azúcar para sentir su atractivo, basta con tomar pizza o cualquier otro almidón refinado, que el cuerpo convierte en azúcar, empezando ya en la boca, mediante una enzima llamada amilasa.

El deseo de comer está asociado al nivel de glucosa en la sangre y al hipotálamo del cerebro, ambos muy infuenciados por la ingesta de azúcar.

Los niños viven en mundos sensoriales distintos a los de los adultos: en conjunto, prefieren niveles mucho mayores de sal y azúcar, y rechazan lo amargo mucho más que los adultos. Niveles altos de dulce y salado son parte de un reflejo de su biología básica. Los niños desarrollan el gusto por la sal a los cuatro o cinco meses de vida, mientras que el sabor dulce es de su preferencia desde el momento del nacimiento.

El punto de éxtasis es la cantidad exacta de dulzor que convierte al alimento y a la bebida en más placentero. Este punto de éxtasis suele ser una combinación de ingredientes y no tanto un sabor claro y especifico. Los sabores contundentes y claros tienden a abrumar el cerebro, lo que se califica como «saciedad sensorial específica». Para encontrar el punto de éxtasis, los consumidores valoran sabor, aroma, aspecto y textura, y el azúcar es capaz de hacerlo todo. Nos gustan los alimentos que tienen un sabor intenso e identificable, pero nos cansamos rápidamente de ellos. Los científicos especulan con que esa conducta emana de nuestra necesidad de ingerir nutrientes variados.

Las mujeres con una actividad moderada no deben consumir más de 5 cucharaditas de azúcar al día (media lata de coca-cola), 9 los hombres sendentarios de mediana edad, en lo que los nutricionistas llaman calorías discrecionales. Los diabéticos ya representan un 12% de la población estadounidense.

Las grasas: estimulan la sobre-alimentación y mejoran la palatibidad

Se especula con que la grasa es un sabor. Los sabores primarios son el dulce, salado, ácido, amargo, más una adición reciente conocida como umami, un sabor rico y carnoso derivado de un aminoácido llamado glutamato. Todos los demás sabores tienen receptores en las papilas gustativas, que se han identificado y etiquetado como sus «anfitriones». Es a través de estos receptores que el dulce y otros sabores llegan al cerebro.

La grasa convierte las patatas sosas en crujientes, los panes resecos en barras tiernas, fiambres insaboros en sabrosas exquisiteces… La grasa da más volumen y una textura más firme a las galletas, sustituyendo al agua al aportar ternura y palatabilidad a las galletas saladas. Atenúa la textura gomosa en las salchichas Frankfurt, intensifica su color, evita que se peguen en la plancha y, como valor añadido, ahorra dinero a los fabricantes, ya que la grasa es más barata que la carne. Además, es capaz de enmascarar y trasmitir otros sabores de los alimentos. La grasa cubre la lengua para impedir que las papilas gustativas obtengan una dosis demasiado intensa de estos ácidos, estimulando y prolongando la absorción de sabores más sutiles y aromáticos de la crema por parte de la lengua.

Este acto de aportar otros sabores es una de las funciones más valiosas de la grasa. Algunos estudios demuestran que la ingestión de grasa ilumina los circuitos cerebrales con la misma fuerza que el azúcar.

La mayoría de los alimentos azucarados están asociados a la grasa. Además, en el caso de la grasa el punto de éxtasis no existía. Entre un 60 y un 70% de las calorías provienen de la grasa.

Los quesos industriales: la grasa que no cesa

La grasa saturada es llamada así por los químicos por la manera en que está totalmente saturada con átomos de hidrógeno, sin los carbonos de doble enlace que caracterizan las grasas insaturadas. Está grasa ha sido asociada desde hace muchos años con las enfermedades coronarias, según la comisión de expertos. Es una de las consecuencias principales del colesterol alto de la sangre, una sustancia de textura parecida a la cera que provoca ataques cardíacos y angina de pecho, además de suponer una importante fuente de beneficios para la industria farmacéutica. También la grasa saturada es responsable de la diabetes tipo 2. Según un estudio, el consumo principal de grasa en los estadounidenses es el queso, seguido de la pizza, ambos con un 14% de la grasa; después le sigue la carne roja y finalmente el dulce a base de cereal. Los aperitivos aportan un 2,4% de grasa en la dieta.

La grasa de la carne roja debe rebajarse a dos raciones a la semana.

Reducir el consumo de grasa requiere reducir el consumo de carne roja, un trozo de carne roja magra de 80 gr tiene 4,5 gramos de grasa saturada, cerca de un tercio del máximo recomendado en la dieta diaria. Algunos productos tienen cantidades ingentes de grasa saturada, como es el caso de las cremas de queso para untar. También la industria alimentaria utiliza el azúcar para potenciar la grasa.

La sal: el barato milagro para realzar el atractivo de la comida procesada

Se denomina a la sal como «la asesina silenciosa» por considerarse, junto con la obesidad, el tabaquismo y la diabetes, causa de insuficiencias cardíacas congestivas. El problema de la sal es el sodio, un componente que elimina fluidos de los tejidos corporales y los transporta a la sangre, lo que hace aumentar el volumen de sangre y obliga al corazón a bombear con más fuerza. El resultado es una presión arterial más alta, o lo que es lo mismo, tener la tensión alta.

Según estudios se cree que más de 3/4 partes de la sal que tomamos proviene de alimentos procesados. La sal es un sabor que gusta mucho y que incluso se desea de una forma casi adictiva, la explicación puede tener fundamento en la historia evolutiva.

Los alimentos como drogas

El profesor de psiquiatría de la Universidad de Cincinnati, Stephen Woods, comparó el acto de comer con el de tomar drogas, descubriendo que ambas exigen al organismo el objetivo de mantener el equilibrio. Es el truco conocido como homeostasis, y comer, como drogarse, la descompensa: «al final todo lo que comes» -afirma Woods- «acaba en tu riego sanguíneo, y nuestro cuerpo quiere que los niveles sanguíneos de todo, desde el dióxido de carbono hasta el oxígeno, la sal, el potasio, los lípidos y la glucosa, sean constantes». Probablemente nuestro organismo funcionaría mejor si nos metiéramos en el torrente sanguíneo una cantidad equilibrada y constante de alimento. Cuando se come se mete todo tipo de cosas en la sangre, lo que ataca el propio concepto de homeostasis, de modo que el cuerpo tiene que compensarlo y recuperar su equilibrio.

La insulina se segrega para retirar el azúcar de la sangre y llevarla a las células.

La sangre resulta especialmente asediada cuando se toma comida procesada, inundando el sistema con fuertes cargas de sal, azúcar y grasa. Pero donde la relación entre comer y drogarse es más interesante es en el cerebro. Allí, los narcóticos y los alimentos –en especial los alimentos altos en sal, azúcar y grasa- actúan de manera muy parecida. Una vez ingeridos, recorren los mismos circuitos, utilizando los mismos itinerarios neuronales para alcanzar las zonas de placer del cerebro, esas áreas que nos recompensan con sensaciones placenteras por darle al cuerpo lo que le conviene.

La sal sirve, junto con otros componentes, para retrasar la aparición de descomposición bacteriana de la comida procesada, también para amalgamar ingredientes y para combinar mezclas que, de lo contrario, no emulsionarían.

En el pan industrial la sal impide que las enormes máquinas amasadoras se apelmacen y que la cadena de montaje se atasque, ya que retrasa el proceso de fermentación.

Las empresas utilizan sodio en forma de otros aditivos alimentarios, totalmente aparte de la sal, con nombres como citrato de sodio, fosfato de sodio y ácido pirofosfato de sodio, que ayudan a tener un aspecto y sabor atractivos y a durar más tiempo en los estantes de los supermercados. Hay sal en los cereales, el queso, los platos precocinados y otros muchos alimentos. Se utilizan en diferentes formas: copo para queso y las carnes curadas; especial para galletas y palitos salados; fino para glaseados y sopas…

La sal consigue que el dulce sepa más dulce, hace que las galletas y los gofres sean más crujientes, retrasa la corrupción para que los productos duren más en la tienda. Además, enmascara los sabores amargo o soso que perjudica a tantos alimentos procesados antes de que se les añada la sal.

La industria alimentaria utiliza el cloruro potásico, que es básicamente sal pero sin el sodio malo. Tiene un precio superior y un sabor amargo, y su utilización exige, con frecuencia, añadir más cantidad de grasa y azúcar.

Uno de los alimentos más maravillosamente diseñados son los Cheetos, que obligan al cerebro a pedir más. Uno de los atributos clave es la asombrosa capacidad de esta masa crujiente de fundirse en la boca como si fuera chocolate, lo que se conoce como densidad calórica evanescente.

Según un estudio del New England Journal of Medicine del 2011 realizado cada cuatro años desde 1986, quedó claro que los participantes que habían hecho menos ejercicio, habían mirado más la televisión y engordado una media de 1,5 kilos. De entre todos los que consumieron, los alimentos que más contenido calórico tenían fueron la carne roja, los embutidos, las bebidas dulces y las patatas, incluyendo el puré y las patatas fritas. Pero, por encima de todos, el alimento que más les engordaba eran las patatas chips: repletas de grasa y envueltas en sal. La grasa, en la boca, es una sensación maravillosa, que el cerebro gratifica con sensaciones de placer. Las chips también están llenas de azúcar, ya que el organismo la fábrica con el almidón de las patatas. El almidón, además, provoca que los niveles de glucosa en la sangre alcancen el máximo y ello resulta preocupante en relación con el tema de la obesidad. Estudios recientes sugieren que los picos de glucosa provocan que la persona ansíe comer más durante hasta cuatro horas después de haber comido lo que sea que les ha provocado el pico de glucosa. Si tomas chips a una hora determinada, desearás más a la hora siguiente…

Las patatas chips tienen sal, azúcar y grasa, lo que las hace el máximo exponente de lo más negativo de los alimentos procesados.

Cada año, en Estados Unidos hay 200.000 obesos –incluidos niños de hasta nueve años- que se someten a una operación quirúrgica para reducirse el estómago, con el fin de ayudarles a reducir su apetito. Lo mismo empieza a suceder en Europa y en España, donde la tasa de obesidad infantil resulta alarmante, en parte por el abandono de la Dieta Mediterránea y el sedentarismo de los niños.

Conclusiones

El mayor reto está en salvar la brecha de precio entre los alimentos procesados y los frescos, de modo que los arándanos pudieran competir mejor, como tentempié, con una barrita energética. Es más caro consumir alimentos frescos, que son más sanos, que alimentos procesados. La obesidad por tanto tiene un trasfondo económico.

Los ejecutivos de las grandes compañías de alimentos procesados no los consumen.

El nuevo conejo en la chistera de las grandes compañías alimentarias es promocionar un ingrediente sano, esperando que los consumidores pasen por alto todos los demás. Bajo en grasa: la gente lo compra, aunque tenga azúcar y sal en cantidades industriales.

Puede que la industria tenga el poder de poner sal, azúcar y grasa a su antojo, pero nosotros, al final, tenemos la capacidad de elegir qué comemos…

Fuente: Adictos a la comida basura, de Michael Moss