Me atrevo a decir que muchos de nosotros crecimos viendo a nuestras madres o nuestros padres alegrar los guisos o las salsas con unas gotas de vino blanco o un poquito de vino de Jerez. Es un gesto, una tradición gastronómica, que se remonta a décadas atrás y que quizá por éso esté afincado en nuestra arquitectura del gusto. Ese gesto que, de alguna manera, nos hace volver a los sabores de casa es en realidad un gesto creativo que abre las puertas a futuros en gastronomía. Porque para coger impulso hacia el futuro, mirar al pasado puede volverse una buena herramienta creativa.
Las armonías entre la parte sólida y la líquida de una creación gastronómica se construyen por afinidad o por contraste. En busca de una afinidad total, una fusión entre el sorbo y el bocado que fuera total con unos vinos que enamoran, nos encontramos con una joya invisible con la que creamos una de las armonías emocionales de Mugaritz.
Los Riesling esconden un peculiar sabor a hidrocarburos, gracias a las características únicas del entorno en el que crecen las vides de estos vinos alemanes y gracias al tiempo. Porque, únicamente algunos Riesling, todos ellos de más de diez años, son los que desarrollan este peculiar aroma. Aislar ese punto a gasolina, una molécula conocida como TDN, fue durante meses la obsesión de nuestro equipo de sumilleres y del de I+D, que consiguieron hacerlo gracias a la Geisenheim University de Alemania. Ellos lograron aislarla y dieron un paso más: consiguieron que fuera comestible.
Encarcelar esta molécula en una pipeta permitió, paradójicamente, liberar el sabor y que pudiese saltar de la copa al plato, del plato a la copa. Lo hicimos a través de un Mochi de perlas de caviar al que inoculamos la molécula. Se llamó «Moléculas de cultura: Riesling añejo y caviar» y estuvo en Mugaritz todo 2017, el tiempo que duran las creaciones en nuestra casa, donde todos los años cambia por completo cada una de las creaciones que se sirven a lo largo del relato que contamos a quienes nos visitan.
Es una armonía emocional por el fuerte vínculo que tenemos con los Riesling y con el poder de las texturas, pero al mismo tiempo, es un experimento. Porque a veces, cuando salimos fuera de Mugaritz, solemos dividir en dos grupos a las personas que nos escuchan. A todos les facilitamos una copa de agua con TDN y otra sin él. Sólo a uno de los grupos le facilitamos la información técnica, la que habla de oxidación y de la evolución de carotenoides de la piel de la uva como causantes de este olor. Al segundo grupo le hablamos de un trabajo de mucho tiempo para aislar ese componente, que únicamente se encuentra en esas viñas imposibles por las fuertes pendientes que obligan a mantenerse en las raíces de la recogida de uva, sin mecanización posible. Les relatamos que esos paisajes de Alemania son los únicos del mundo que contienen ese aroma a goma quemada, un olor raro pero que está íntimamente vinculado a la edad de las viñas, al tipo de suelo, a esas pendientes de vértigo y, sobre todo, al tesón de familias de productores que decidieron preservar estos vinos excepcionales.
Después, les preguntamos a todos qué copa prefieren. Los que escuchan el relato técnico suelen desechar la copa con la molécula; los que reciben el relato más emocional ponen en valor la historia fascinante detrás de una simple gota, y apuestan por la copa con TDN. Es un ejercicio que realizamos para demostrar la fuerza de las historias, el hecho de que el relato cuenta, y mucho, a la hora de percibir la gastronomía. El sabor de las historias o la potencia de la empatía de quienes se trasladan mentalmente a la vendimia en las pendientes alemanas. Seleccionar la molécula y trasladarla a una mesa, tanto en una copa, gracias al Riesling, como en un plato, a través del mochi con caviar, es fruto de experimentación, de un intento de ir más allá. Pero es también la evolución creativa de algo que nos retrotrae al hogar, a ese gesto que tanto se repite desde hace años, el de aderezar guisos con vino o destilados. Es la mirada al futuro a través del respeto a la tradición gastronómica.