El lugar elegido por los fenicios para su expansión hacia el occidente fue Cartago. Y no lo hicieron al azar, buscaron por la costa hasta encontrar un lugar estratégico. Asentada entre una península, un lago y el mar, fue una de las grandes urbes de la historia mediterránea. Ya entonces ostentaba una triple muralla, poseía dos puertos (el militar para 220 naves y uno comercial) y albergaba una gran población, que constituyó un estado que se expandió hasta contar con 300 ciudades. Rivalizó con Roma por la hegemonía del Mediterráneo y, tras las Guerras Púnicas, lo perdió todo…
Un té mediterráneo
Bueno todo no, aún allí permanecen sus ruinas. Su historia y sus piezas de arte se encuentran en dos museos: el Nacional de Cartago y el del Bardo. El museo del Bardo es una joya de la arqueología y de la arquitectura, un palacio real con una colección de piezas extraordinarias como mosaicos romanos o figuras de los dioses púnicos Baal y Tanit, entre otras. Tanto continente como contenido son fascinantes e inolvidables.
Años después de que los romanos hubieran estado, fundando ciudades como Sbeitla o El Djem y las fortalezas del sur para controlar a las tribus del desierto, los árabes llegaron a Túnez y le legaron la medina, considerada Patrimonio de la Humanidad en 1979. La diseñaron como una maraña urbana con un plano caótico y defensivo pero encantador, pleno de callecitas y recovecos con comercios y talleres en edificios apiñados… Además, es una de las más interesantes, bonitas y cargadas de monumentos del mundo árabe; un laberinto de sensaciones, de aromas desconocidos e imágenes insólitas, de sonidos constantes en una atmósfera exótica y seductora.
Si apetece tomar un refresco o incluso comer en ese ambiente, el restaurante Dar Belhadj es el más indicado para disfrutar de una comida tradicional y de calidad. Tras admirar la capital, hay que pasear por las calles de Sidi Bou Said para fijar esas impresionantes imágenes del pasado con bonitas postales del presente. La visita ideal es caminar entre fachadas blancas con puertas azules, buscando inmaculados rincones para tirar mil fotos y, tras ello, sentarse a seleccionarlas en el Café des Delices degustando un té con piñones sobre el mar, esperando que el sol se estrelle en el horizonte y apague los brillos metálicos del Mediterráneo, los lagos y la bahía… ¡Qué bahía! Una de las más interesantes del mundo.
Pescado en la isla
Más al sur, en el golfo de Gabes está la isla que llamó Homero, en La Odisea, de Lotófagos. Los romanos convirtieron la isla de Djerba en una península artificial, uniéndola al continente con una calzada. ¿Qué tendría para merecer esa obra? Hoy sabemos que tiene muchos pájaros, sol y pocas lluvias, pero brisas marinas refrescantes y rocíos al alba que la convierten en un paraíso hasta en verano. Y además, su silueta se asemeja a una muela, qué casualidad, porque aquí se come bien.
El gran mercado de Houmt Souk, la capital isleña, está repleto de coloridos puestos de especias, carnicerías, tiendas de objetos de esparto… pero son las pescaderías las que más llaman la atención y la subasta del pescado, el espectáculo más auténtico de este zoco. Allí hay restaurantes pero es más adecuado comer pescado en el restaurante Haroun, a poca distancia y junto al puerto, para saborearlos recién subastados. Imita un barco varado en la playa, simulando navegar con los comensales en una cubierta que parece mecerse sobre las olas que rompen en la orilla. Sensacional.
La isla de Djerba es muy plana, su cima culminante solo tiene 52 metros, pero son suficientes para tener una excelente panorámica de los ocasos. En la isla se encuentra también el Parc Djerba Explore que, entre otras cosas, alberga ¡unos mil cocodrilos! Algunos de varios metros y varios cientos de kilos. Es una cita ineludible, porque también cuenta con el museo Lalla Hadria, con numerosas piezas de arte de 13 siglos procedentes desde Persia a Andalucía. Otro sector está dedicado a la etnografía, para descubrir su arquitectura y los oficios tradicionales.
Algunos hoteles de la costa son resorts de lujo a precio de saldo, que tienen piscinas de foto, la playa al lado con tumbonas bajo sombrillas en la arena y aguas cálidas de transparente azul tunecino. Es el Caribe mediterráneo.
Por las mañanas, en las palmeras que rodean al hotel revolotean los pájaros que, piando y cantando, marcan el amanecer… La seguridad en la isla de Djerba está garantizada porque se controlan los tres accesos: por avión, en transbordador o por ese «istmo romano» que la une al continente.
Dátiles del sur
La aventura comienza en dirección sur cuando el asfalto se torna camino y el paisaje, arena. El cielo va volviéndose blanco y el astro que nos ilumina parece que desaparece en un fulgor que todo lo ocupa y todo lo abrasa. Camino del sur se entra en el mayor desierto del mundo: el Sahara, con un tamaño equivalente al de ¡18 veces España! Su paisaje inhóspito impacta y cautiva. Las tribus del desierto lo saben y son capaces de vivir en él con sus caravanas, tomando básicamente dátiles y leche de dromedaria. Hoy los tiempos han cambiado, pero la riqueza de esos dátiles no, los mejores son los del sur, los del sol. Las palmeras concentran el espíritu del desierto en un fruto nutritivo y delicioso, un producto gourmet que se deshace en el paladar. Son tiernos y jugosos, tienen similitudes con la miel y en el sabor destacan los sabores dulces con matices tostados y un ligero toque de caramelo.
El sur de Túnez se clava en el Gran Erg Oriental, un escenario de miles de kilómetros de arenas dispuestas en dunas por el azar de los vientos que las llevan en volandas. Este paisaje se divisa desde el avión de la película El paciente inglés. Allí no parece haber vida, tampoco agua, excepto en ciertos pozos afortunados y en algún oasis, como el del Ksar Ghilane. Sin embargo, al caer el sol abrasador la duna se llena de vida y el firmamento, asediado por la oscuridad, se plaga de estrellas, mientras la Vía Láctea refulge luciendo como la vieran los navegantes de antaño, que se orientaban mirando la bóveda celeste… ¡En el Sahara se ve el verdadero cielo!
Las dunas se semejan a un mar de olas secas, el viento las mueve y se deslizan como el agua. La arena de las dunas aparenta ser líquida porque es tan fina y está tan «lavada» por los vientos que se comporta como un fluido. ¡El lugar más seco del mundo parece líquido!
Sentir la duna es un placer único; tumbarse en esas arenas para observar el cielo o un atardecer es una experiencia para recordar siempre, o simplemente mirar las huellas de los diferentes animales que viven en ella sorprende. Pronto el viento las borrará y, si sopla mucho, elevará esos minúsculos granitos de arena a capas altas de la atmósfera, viajarán miles de kilómetros y cruzarán el Atlántico, sirviendo de alimento al plancton oceánico, e incluso fertilizarán la selva lluviosa del Amazonas… Cosas del desierto.
El desierto del Sahara cuenta con un entorno yermo, con escasas precipitaciones y una vegetación exigua, casi inexistente, pero los paisajes son muy diversos: ríos o llanuras pedregosas, montañas peladas, valles sin agua, desfiladeros secos, etc. Sin embargo, cuando llueve es un ecosistema agradecido; de repente, las pocas plantas que hay, unas amarillentas por la sequía y otras que ni siquiera estaban allí, brotarán rápidamente, floreciendo como si no hubiera un mañana… No hay nada más bello que un desierto en flor, un sueño real. Un territorio inhóspito cubierto de flores… Es la conjunción de la bella y la bestia.
No te puedes perder:
- Montar en quad por las dunas, mejor al atardecer, para sentir la aventura.
- Perderse por la Medina de Túnez, sintiendo el ambiente, y tomar un té con hierbabuena.
- Visitar algún ksar, como el de Chenini; el de Tataouine fue escenario de la película Star Wars.
- Probar Agneau à la Gargoulette, o sea, carne de cordero cocinada en vasija de barro, una delicia.