La comida en el Quijote

La comida en el Quijote… y sus escenas más sabrosas

Don Quijote y Sancho Panza representan en la inmortal obra de Miguel de Cervantes una forma de entender la vida, que se traduce en humildes viandas al raso o en ventas, a fastuosos banquetes en las Bodas de Camacho.

Eva Celada02/06/2016
Don Quijote y Sancho PanzaDon Quijote y Sancho Panza

Pocas obras de la literatura universal resultan tan actuales como El Quijote, que puede leerse desde muchos puntos de vista y que, como las grandes obras paradigmáticas, nunca envejece. Y la obra está cargada de referencias gastronómicas, una ruta por la comida del Quijote que no es otra cosa que una ruta por la historia de la cocina en España.

Al igual que Hamlet, La Divina Comedia o la Ilíada, su historia, su filosofía, su tensión dramática evoluciona con el paso del tiempo y se nos revela como un tesoro escondido, según lo que necesitemos y busquemos. El Quijote está contado por dos narradores principales, El Caballero de la Triste Figura: don Quijote y su escudero Sancho Panza. Dos formas de ver el mundo: una idealista, imaginaria y leal; otra realista, sencilla y lúcida, ambas aportan un sutil relativismo lleno de pequeños laberintos, en los que Cervantes encajó otras historias como cajas chinas que, en su globalidad, retratan toda la contradictoria y fascinante verdad del ser humano.

No hay gastronomía como la entendemos hoy en día en El Quijote. Para el hidalgo, los castillos eran ventas en las que los mesoneros ofrecían a sus huéspedes sencillas viandas como quesos, embutidos, pan y algún caldero caliente, con más intención de calmar su hambre que la de darles gusto.

No obstante, en la obra de Cervantes la comida ocupa un lugar predominante, siempre adscrito a Sancho Panza, que es quien se ocupa de lo terrenal; mientras que para don Quijote es un simple trámite, aunque a medida que avanza la historia, cada uno de los dos adquiere matices del otro, y se va viendo que don Quijote admite de buen grado que su escudero provea de alimento adecuado sus andanzas, como se cita en uno de sus pasajes:

Camino a la venta donde Hidalgo y Escudero conversanCamino a la venta donde Hidalgo y Escudero conversan

«- Ya te he dicho, Sancho, que no te dé eso cuidado alguno, que, cuando faltare ínsula, ahí está el reino de Dinamarca, o el de Sobradisa, que te vendrán como anillo al dedo, y más que, por ser en tierra firme, te debes más alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo,  y mira si traes algo de esas alforjas que comamos, porque vamos luego en busca de algún castillo donde alojemos esta noche y hagamos el bálsamo que te he dicho, porque yo te voto a Dios que me va doliendo mucho la oreja.
-Aquí trayo una cebolla y un poco de queso, y no sé cuántos mendrugos de pan –dijo Sancho-, pero no son manjares que pertenecen a tan valiente caballero como vuestra merced.
-Hágote saber, Sancho que es honra de los caballeros andantes no comer en un mes, y, ya que coman, sea de aquello que hallaren más a mano; y esto se te hiciera cierto si hubieras leído tantas historias como yo, que aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación de los caballeros andantes comiesen, si no era acaso (ocasionalmente) y en algunos suntuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores (en cosas sin sustancia, en ayunas). Y aunque se deja entender que no podían pasar sin comer y sin hacer todos los otros menesteres naturales, porque en efecto eran hombres como nosotros, hace de entender también que andando lo más del tiempo de su vida por las florestas y despoblados, y sin cocinero, que su más ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como las que tú ahora me ofreces. Así que, Sancho amigo, no te congoje lo que a mí me da gusto: ni quieras tú hacer mundo nuevo (variar las costumbres), ni sacar la caballería andante de sus quicios.
-Perdóneme vuestra merced –dijo Sancho-, que como yo no sé leer ni escribir, como otra vez he dicho, no sé ni he caído en las reglas de la profesión caballeresca; y de aquí adelante yo proveeré las alforjas de todo género de fruta seca (refiriéndose a frutos secos y fruta desecada) para vuestra merced, que es caballero, y para mí las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles (doble sentido de volátiles: cosas inasible y aves) y de más sustancia.
-No digo yo, Sancho –replicó don Quijote-, que sea forzoso a los caballeros andantes no comer otra cosa sino esas frutas que dices, sino que su más ordinario sustento debía de ser de ellas y de algunas yerbas que hallaban por los campos, que ellos conocían y yo también conozco.
-Virtud es –respondió Sancho- conocer esas yerbas, que, según yo me voy imaginando, algún día será menester usar de ese conocimiento”.  (Primera Parte, capítulo X De lo que más le avino a don Quijote con el vizcaíno y del peligro en que se vio con una caterva de yangüeses».

El ingenioso hidalgo con su escuderoEl ingenioso hidalgo con su escudero

El Quijote no se detiene en exceso en los detalles de lo que se come, por eso se utilizan a la hora de comer palabras generales como alimento, vianda, comida: palabra que se menciona más de 300 veces, y no qué están comiendo realmente, algo que en su primera página no puede adivinarse, ya que el autor casi comienza el libro hablando de comida:

«…Una olla de algo más vaca que carnero (porque la carne de vaca era más barata), salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados (quizá huevos con tocino y chorizo), lentejas los viernes, algún palomino de añadidura (como plato especial) los domingos, consumían las tres partes de su hacienda».

Ni siquiera da la impresión Cervantes de ser un gran amante de la comida, que utiliza durante todo el libro de forma escenográfica, para perfilar personajes o ambientar escenas.

En las Ventas y bajo el cielo roso por los campos

Sancho y don Quijote llegando a una ventaSancho y don Quijote llegando a una venta

Las citas más frecuentes relativas al alimento se relatan en las ventas, en las que Cervantes ofrece algunas pinceladas de lo que era la cocina de la época. Sin embargo, son escasas las descripciones, de productos o recetas, salvo en contadas ocasiones, como en la escena que sucede en el Capítulo II de la Primera Parte:

«- Cualquier cosa yantaría yo –respondió don Quijote-, porque, a lo que entiendo, me haría mucho al caso.
– A dicha, acertó a ser viernes (día de abstinencia en que estaba vetada la carne) aquel día, y no había en toda la venta sino unas raciones de pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacalao, y en otras partes curadillo y en otras truchuela (se trata siempre de pescado en salazón)»

No siempre a don Quijote y a Sancho les era posible comer en las Ventas, muchas veces descansaban almorzando en el campo, como en el capítulo XI con los cabreros, quienes les ofrecieron, tendiendo sobre unas zaleas (pieles de ovejas curtidas sin quitarles la lana) una gran cantidad de bellotas avellanadas (dulces) y juntamente pusieron medio queso. En otra ocasión pudieron hacerse con las provisiones de una mula de carga.

Sancho sigue al pie de la letra las instrucciones de su amo, sobre todo en lo relacionado con la comida, aunque se observa en él una cierta ironía, muy consciente de que si su amo tiene como meta la aventura, la suya es la supervivencia: «…yo a aquel arroyo me voy con esta empanada, donde pienso hartarme por tres días; porque he oído decir a mi señor don Quijote que el escudero de caballero andante ha de comer cuando se le ofreciere, hasta no poder más…»

Las bodas de Camacho: Un despliegue fastuoso

Las bodas de CamachoLas bodas de Camacho

Cervantes hace, en el capítulo XX de la Segunda Parte del Quijote, una buena referencia a la cocina más rica y abundante de la época a través de la descripción de los ricos manjares que se ofrecían en las Bodas de Camacho. En este suntuoso festín, que describe un sorprendido Sancho, se mezclan realidades y posiblemente fantasías de banquetes reales, incluso retrotraídos de otro tiempo, como sucede con los trampantojos de animales. En cualquier caso, Cervantes ofrece un despliegue descriptivo inusitado:

«Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un asador de un olmo entero, un entero novillo; y en el fuego donde se había de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa (en el molde corriente) de las demás ollas, porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro (un matadero entero) de carne: así embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma, que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían número; los pájaros y caza, de diversos géneros, eran infinitos, colgados de los árboles para que el aire los enfriase».

Continúa el narrador ofreciendo una exhaustiva relación de manjares, en un intento de provocar el éxtasis del escudero: «Contó Sancho más de sesenta zaques (odres de vino de más de dos arrobas cada uno), y todos llenos, según después pareció, de generosos vinos, así había rimeros (montones) de pan blanquísimo como los suele haber de montones de trigo en las eras; los quesos, puestos como ladrillos enrejados (entrecruzados), formaban una muralla, y dos calderas de aceite mayores que las de un tinte servían de freír cosas de masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zambullían en otra caldera de preparada miel que allí junto estaba».

Escena de las Bodas de CamachoEscena de las Bodas de Camacho

En las Bodas de Camacho Cervantes, a través del narrador, hace mención a más de cincuenta cocineros, todos limpios, contentos y diligentes, y hace también mención aún tipo de comida muy frecuente en los grandes banquetes de épocas anteriores, animales metidos en otros animales: «en el dilatado vientre del novillo estaban doce tiernos y pequeños lechones que, cosidos por encima, servían de darle sabor y enternecerle». Otra exageración del autor tiene que ver con las especias, carísimas en la época y que muy pocos podían utilizar, y que describe compradas por arrobas y puestas en una gran arca.

Ante tal bacanal don Quijote impasible y Sancho Panza admirado: «Todo lo contemplaba y de todo se aficionaba. Primero le cautivaron y rindieron el deseo de las ollas, de quien él tomara de bonísima gana un mediano puchero; luego le aficionaron la voluntad de los zaques, y últimamente las frutas de sartén (pastas de harina fritas y endulzadas con azúcar o miel), si es que se podían llamar sartenes las tan orondas calderas; y así, sin poderlo sufrir ni ser en su mano hace otra cosa, se llegó a uno de los solícitos cocineros, y con corteses y hambrientas razones le rojo le dejase mojar un mendrugo de pan en una de aquellas ollas».

La espuma, de la que se habla mucho en este capítulo, lejos de quitarse como se hace en la actualidad en los cocidos, era consumida y apreciada como una forma de saber si un guiso tenía o no mucha carne: cuanta más espuma tuviera, más carne y, en consecuencia, la olla era más importante y cara, lo que se desprende de la afirmación de Sancho tras la observación de don Quijote:

«-En fin –dijo don Quijote-, bien se parece, Sancho, que eres villano y de aquellos que dicen: “Viva quien vence!
-No sé de los que soy –respondió Sancho-, pero bien sé que nunca de ollas de Basilio sacaré yo tan elegante espuma como es esta que he sacado de las de Camacho».

Tampoco podía comer a placer Sancho cuando consiguió su ansiada ínsula

Sancho Panza, en la mesaSancho Panza, en la mesa

El autor juega con Sancho y su hiperrealismo a través de la comida, y cuando finalmente consigue su ansiada ínsula y se presenta en su suntuoso palacio como gobernador, tampoco puede dar rienda suelta a su apetito. Es cierto que hay  una mesa llena de ricos alimentos, pero cuando va a dar cuenta de ellos, el médico contratado para cuidar de la salud del gobernador, ahora Sancho, le impide comer lo que él quiere:

«…y lo principal que hago es asistir a sus comidas y cenas, y a dejarle comer de lo que me parece que le conviene, y a quitarle lo que imagino que le ha de hacer daño y ser nocivo al estómago; y así, mandé quitar el plato de la fruta, por ser demasiadamente húmeda, y el plato del otro manjar también le mandé quitar, por ser demasiadamente caliente y tener muchas especies, que acrecientan la sed; y el que mucho bebe, mata y consume el húmedo radical, donde consiste la vida.

-Desa manera, aquel plato de perdices que están allí asadas y, a mi parecer, bien sazonadas, no me harán algún daño.

A lo que el médico respondió:

-Esas no comerá el señor gobernador en tanto que yo tuviere vida.
-Pues ¿por qué? —dijo Sancho.

Y el médico respondió:

-Porque nuestro maestro Hipócrates, norte y luz de la medicina, en un aforismo suyo, dice: Omnis saturatio mala, perdices autem pessima. Quiere decir: «Toda hartazga es mala; pero la de las perdices, malísima.»

Si eso es así —dijo Sancho—, vea el señor doctor— de cuantos manjares hay en esta mesa cuál me hará más provecho y cuál menos daño, y déjeme comer dél sin que me le apalee; porque por vida del gobernador, y así Dios me le deje gozar, que me muero de hambre, y el negarme la comida, aunque le pese al señor doctor y él más me diga, antes será quitarme la vida que aumentármela.

—Vuestra merced tiene razón, señor gobernador —respondió el médico—, y así, es mi parecer que vuestra merced no coma de aquellos conejos guisados que allí están, porque es manjar peliagudo. De aquella ternera, si no fuera asada y en adobo, aún se pudiera probar; pero no hay para qué.

Y Sancho dijo:

—Aquel platonazo, que está más adelante vahando me parece que es olla podrida, que por la diversidad de cosas que en las tales ollas podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y de provecho.

—Absit! —dijo el médico—. Vaya lejos de nosotros tan mal pensamiento: no hay cosa en el mundo de peor mantenimiento que una olla podrida. Allá las ollas podridas para los canónigos o para los retores de colegios, o para las bodas labradorescas, y déjennos libres las mesas de los gobernadores…mas lo que yo sé que ha de comer el señor gobernador ahora para conservar su salud y corroborarla, es un ciento de cañutillos de suplicaciones y unas tajadicas subtiles de carne de membrillo, que te asienten el estómago y le ayuden a la digestión Yo, señor gobernador, me llamo el doctor Pedro Recio de Agüero, y soy natural de un lugar llamado Tirteafuera, que está entre Caracuel y Almodóvar del Campo, a la mano derecha, y tengo el grado de doctor por la universidad de Osuna.

A lo que respondió Sancho, todo encendido de cólera:

—Pues señor doctor Pedro Recio de Mal Agüero, natural de Tirteafuera, lugar que está a la derecha mano como vamos de Caracuel a Almodóvar del Campo, graduado en Osuna, quíteseme luego de delante, si no, voto al sol que tome un garrote…Y denme de comer, o si no, tómense su gobierno, que oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas».

Jarra de vinoJarra de vino
De beber: siempre vino

Salvo el agua fresca de los ríos y manantiales que pudiera haber cerca de algunos caminos, la bebida habitual era el vino, que siempre se tomaba aguado, a veces más de la cuenta, como se referencia ocasionalmente en el libro. El vino servía para calmar la sed, para calentar e incluso para curar, desde heridas hasta dolores, incluso los relacionados con peleas, afrentas y manteos. Con vino hace el Caballero de la Triste Figura su famoso bálsamo Fierabrás. Un bálsamo al que el propio Hidalgo atribuía poderes mágicos, y que a su escudero, por no estar armado caballero, no le hacía tanto efecto como a él.  La fórmula completa del bálsamo se relata en el Capítulo VII del Primer Libro con este singular diálogo:

«Levántate, Sancho, si puedes, y llama al alcaide desta fortaleza, y procura que se me dé un poco de aceite, vino, sal y romero, para hacer el salutífero bálsamo, que en verdad que creo que lo he bien menester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que esta fantasma me ha dado…El ventero le proveyó de cuanto quiso, y Sancho se lo llevó a don Quijote, que estaba con las manos en la cabeza quejándose…En resolución, él tomó sus simples, de los cuales hizo un compuesto, mezclándolos todos y cociéndolos un buen espacio, hasta que le pareció que estaban en su punto. Pidió luego alguna redoma para echallo, y como no la hubo en la venta, se resolvió de ponello en una alcuza o aceitera de hoja de lata, de quien el ventero le hizo grata donación; y luego dijo sobre la alcuza más de ochenta paternostres y otras tantas avemarías, salves y credos, y a cada palabra acompañaba una cruz a modo de bendición…».

Dulcinea del Toboso, una dama para el Hidalgo, una vulgar campesina para el Escudero

Capitulo XXXI, El QuijoteCapitulo XXXI, El Quijote

Utiliza Cervantes la comida y los alimentos para describir la visión de los protagonistas de la historia sobre Ducinea del Toboso, quien para don Quijote era una dama sin igual mientras para Sancho era más bien una mujer bruta y poco delicada. Una doble visión de Dulcinea que queda muy clara en este diálogo:

«…Llegaste, ¿Y qué hacía aquella reina de la hermosura? A buen seguro que la hallaste ensartando perlas o bordando alguna empresa con oro de cañutillo para este su cautivo caballero.
-No la hallé –respondió Sancho- sino ahechando dos fanegas de trigo en un corral de su casa.
-Pues haz cuenta –dijo don Quijote- que los granos de aquel trigo eran granos de perlas, tocados de sus manos. Y si miraste, amigo, el trigo ¿era candeal o trechel?
-No era sino rubión (de los tres, el rubión es el trigo de peor calidad) –respondió Sancho.
-Pues yo te aseguro –dijo don Quijote- que, ahechado por sus manos, hizo pan candeal, sin duda alguna».

Contando Sancho la despedida de Dulcinea (Primera Parte, Capítulo XXXI) ante la pregunta de don Quijote sobre si su amada le había dado algún obsequio para él, Sancho insiste en las pocas virtudes de Dulcinea:

«..eso debe ser en los tiempos pasados, que ahora sólo se debe de acostumbrar a dar un pedazo de pan y queso, que esto fue lo que me dio mi señora Dulcinea, por las bardas de un corral cuando de ella me despedí; y aun, por más señas, era el queso ovejuno…».

Es esta una obra que, aunque de lectura obligada para los estudiantes, El Quijote debe releerse en la madurez para disfrutar plenamente de todos sus recovecos, saborear los juegos dialécticos de don Quijote y Sancho, para poder reflexionar sobre la condición humana en cualquier época, incluso la presente, para entender que la vida es una comedia con tintes de tragedia en la que nada es monocolor, que todos somos Sancho, y que todos somos don Quijote y que como él, un día quizá al final de la vida, de cada uno de nosotros se podrá decir lo que dijo Sansón Carrasco del hidalgo:

«Tuvo a todo el mundo en poco, / fue el espantajo y el coco / del mundo, en tal coyuntura, / que acreditó su ventura / morir cuerdo y vivir loco”.