Quien llegue a la ciudad del Vesubio buscando la pizza perfecta debe hacerlo prevenido. Encontrará una pizza napolitana, que tan sólo es un modo más de preparar este jugoso alimento, ni el mejor, ni el peor. ¿El más genuino? Sí, el origen de la pizza está en Nápoles y no fue hasta después de Mussolini que dejó de hablarse de ella como una especialidad de aquel lugar. Dicho esto, no es oro todo lo que reluce en el mundo de la pizza local, al menos para este plumilla de los fogones. Lo pude comprobar en el barrio de Vomero, pronúnciese esdrújulo, que es esa zona elevada, señorial, que los napolitanos más costumbristas no reconocen como parte de la ciudad.
Después de un periplo de agosto por Pisa, Livorno, Lucca, Florencia y Siena, llegué a Nápoles con el estómago huérfano de pizza. Quería esperar a llegar al lugar donde se cocieron las primeras pizzas de la historia y para ello opté por la pizzería Gorizia, ubicada en el citado Vomero desde 1916. Uno de esos locales con elogiosas reseñas de prensa en las paredes y sus pizzaoili al pie del cañón o, mejor dicho, del horno. De leña.
Este flâneur gastronómico llega por primera vez en su vida a Nápoles con una sobredosis de expectativas pizzeras. Cree haber encontrado el lugar ideal, aunque en Wikipedia se entera de la existencia de Port’Alba o de Da Michele. Gorizia, 1916 (Via Bernini, 29-31). La harina tradicional, la levadura de siempre, ese horno pletórico en pleno verano… ¿Qué puede salir mal en Gorizia? Vino de la casa -gran aliado en este viaggio in Italia- y una ensalada caprese para abrir boca. Llega la pizza. ¡Por fin! Mozzarella, tomate y albahaca. Está blanda. Me sabe blanda. Morbida, dicen en Italia, y esto no es debilidad, sino virtud, descubro más tarde. En la propia web lo dicen sin ambages: «pizza unica, saporita, per nulla pesante, morbida e autentica».
Decía Julio Camba en su referencial La casa de Lúculo que la cocina napolitana depende tanto de la mandolina como del tomate, y que es una cocina «lírica». Inauguró el maestro Camba con ese término esa cosa culinaria de soltar adjetivos que lo dicen todo y nada a la vez. ¿Lírica? ¿Hay lírica en la masa blandurria de la pizza napolitana? En la pizzería Dal Presidente (Via dei Tribunali, 120) me encuentro la misma mullida y, ay, ¿en qué mundo vivía yo?, decepcionante sensación. Pido ayuda, recomendaciones, a una amiga calabresa: en la misma Via dei Tribunali, en pleno barrio histórico, se encuentran Gino Sorbillo y, en Via Materdei, desde 1901, Starita. Otra vez será…
El Barrio Español no defrauda
Para mitigar el mal sabor de boca por la experiencia pizzera, un dulce: la clásica sfogliatella. Hojaldre, requesón (ricotta) y, ya puestos, añadamos también el marco fastuoso de los imperiales salones de Gambrinus, con vista a la majestuosa plaza del Plebiscito, y un espresso. No es mala idea visitar después el teatro San Carlo, fundado por Carlos III, que reinó 25 años en esta ciudad antes de reinar otros 25 en Madrid.
Pero, volviendo a los fogones, el Barrio Español, con su extremo pintoresquismo, es un sitio de obligada visita. A espaldas de la calle Toledo, auténtica milla de oro de la ciudad, con sus tiendas Gucci y demás, se despliega este barrio, degradado, Centro Habana mediterránea, como un Lavapiés a la enésima potencia y resistente numantino a la amenaza gentrificadora.
Uno intuye leyes, distintas a las capitalistas, que quizá expliquen esa anacronía urbanística y social. Roberto Saviano se explaya sobre estos peliagudos temas en sus libros. Pero en A’ Cucina Ra Casa Mia (via Carlo de Cesare, 14) uno se queda con el lado más simpático y jovial de este barrio sin parangón. Abierto en 2013, uno diría que es una trattoria de siempre: sin pretensiones, pero con cariño. (Algo que a menudo en ciertos tabernones españoles es complicado de encontrar: no hay pretensiones, pero tampoco cariño, en un antimaridaje de cuidado. Fin de la digresión).
Aquí se hace bueno ese dicho italiano: De lo buono, poco, ma questo poco, abundante. Abundancia de sabor y de placidez para un almuerzo conseguido, casi perfecto, por apenas 20 euros. Mejillones con limón sobre una salsa con aromas marinos bien lograda para empezar. Después, baccala in cassuola, con una suave salsa, algo dulce, de tomate, con aceite de oliva, con un rebozado sudado, nada cargante. Vino blanco de la casa. La felicidad era esto. En la mesa contigua, corre el limoncello a raudales. El grupo grita como en España, pero da igual. Todo fluye… De postre, una tartaleta de frambuesa, tierna, que sabe al vino que dicen que sabe a frutas del bosque. Casi perfecto, dijimos: el café, ese café italiano, denso, concentrado, rico y ¿en un vaso de plástico azul? Siempre es bueno poder criticar algo.
Nápoles es así. Un lugar que se resiste a los ditirambos de las guías. Una ciudad que da la espalda a la pulcritud occidental imperante y que, sólo ella, podría ser la creadora de la pizza y decepcionar a viajeros como yo. La culpa es mía, no de sus hornos de leña. París bien vale una misa y Nápoles segundas y terceras oportunidades…