«Qué fue de mí durante el confinamiento (o qué fue del confinamiento durante yo)», por Abraham García

Abraham García, el genial chef de Viridiana (Madrid) repasa su confinamiento con su siempre ácida e inteligente prosa.

Redacción07/11/2020

«En cuanto me ordenaron que me encerrara en mi casa (y así lo hice, que soy muy bien mandado, aunque no tan bien recibido), me adueñé del aforismo de Borges que afirma que cualquier desplazamiento, incluso de una habitación a otra, es un viaje al Polo Norte, por lo que puedo enorgullecerme no solo de haber dedicado este tiempo a la exploración del Ártico, sino de haberla culminado sin tener que sacrificar a los perros (London me lo agradecerá)

Muchas tardes las pasé asomado al balcón, extasiado ante el cielo que, sin más contaminación que la firma de mi habano, recordaba como lo había pintado Velázquez y quiso volver a ser el que fue.

Espectáculo del que, en variadas ocasiones, me distrajo la infame “policía de balcón”, improvisada, histérica y sin más armamento que los insultos gratuitos dirigidos a quienes caminaban por la acera, aunque tan despreciables inquisidores ignorasen las perentorias razones de aquellos andantes solitarios.

Fue una fatalidad que prohibieran el paso a los hipódromos, pero Equidia, (Glovo en imágenes), me siguió sirviendo al galope desde el monitor de la cocina, y las lentejas siguieron abandonadas a su suerte. 

He leído, releído, desleído y vuelto a leer. Por suerte, mi biblioteca, reconozco que amplia, no guarda ningún tipo de orden y se expande por baldas, mesas, sillas, suelo, bidets, armarios roperos (mi volumen favorito es la versión de Burton de Las mil y una noches, con más huríes que páginas y aroma a membrillos), cajones de ropa interior y hasta en las ollas de ropa vieja.

 Los libros, olvidados o desconocidos, me encontraban a cualquier hora y en cualquier situación, también en las menos decorosas. Vestido y solo, quiero decir. Aunque, saciado de sopa de letras, hubo momentos en que añoré a una amiga tatuada que me permitiese hacer las dos cosas a la vez.

Entre ellos, un volumen en el que, como diamantes rojos en un estuche de terciopelo, dormían todos los cuentos de Fernando Quiñones. Tuve a bien despertarlos un día de abril y no he consentido,  desde entonces, que se amodorren lejos de mí. El de Cádiz, al que conocía por sus sabidurías flamencas y los húmedos y felices poemas de su Muro de las hetairas, me hace temblar cuando me detengo en el banderillero que soporta la burla, sabedor de que su valor está en los treinta costurones irrepetibles con que lo ha tatuado la muerte, o en el infeliz que confiesa su crimen sin palabras, ante nadie, solo en el sembrado que pisa por última vez.

La sabiduría de Quiñones, su pasión y su tristeza jonda, han hecho que tiemble el trono que compartían Aldecoa y Cheever en el reino de las pocas páginas. Ahora tengo a los tres en el cuarto de atrás, peleándose relato a relato por recuperar la corona, ajenos a mi republicanismo a tiempo completo.

Me he apareado como un conejo, sin pudor, sin alevosía y sin mascarilla. Por encima de todas las pestes, defiendo la vacuna del sexo. Anticipo de las gloria que nos acerca a la divinidad inexistente.

Y en este tiempo he parido algunas recetas inmortales (hasta que se enfríen).

Ahora sirvo (incluso a domicilio) riñoncitos de cordero como los que saboreaba Leopold Bloom en su día dublinés, ilimitado y lluvioso, sobre  Lepiotas proceras (paraguas del bosque) y un pesto generoso en albahaca. 

Ropa vieja (más bien alta costura) que se amanceba acaloradamente sobre el mollete de Antequera hasta que los refresca la manzanilla (“los grandes placeres, –y el de la mesa lo es, Shakespeare lo sabía- mueren en pleno triunfo, como el fuego y la pólvora, que al besarse se consumen”)

Y este frac con alpargatas que no se saltaría un mosso d´escuadra: Sopa de ajo con percebes y setas de cardo.

Bajo mi colección de sombreros, bulle un miedo, que disimulo, ante el aciago presente y el incierto futuro.

Y apenas me consuela la botella de bagaceira portuguesa, que no me hace olvidar con Pessoa que “aunque en la infancia de todo el mundo hubo un jardín, la tristeza es de hoy”.