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Silencio, se cocina

En un lugar en el que todo es ruido el silencio ha pasado a convertirse en uno de los más preciados condimentos

Yago Márquez29/08/2023

Hay dos momentos de silencio mágicos en un restaurante que no siempre aprovecho y que cuando llevo varios días sin disfrutar los fuerzo. El más impresionante es sin duda el último del día.

Hemos trabajado bien, los dos equipos se han ido contentos a casa; el equipo del restaurante y los clientes. Cada equipo cumple su función, porque para ser cliente no solo basta con abrir la puerta de un restaurante, sentarse, pagar por lo consumido e irse por donde has venido. Ser cliente también es una actitud. Cualquiera que sea el tipo de negocio la sonrisa, la capacidad de sorpresa, la mirada y la generosidad no solo es trabajo del que atiende al público sino del público en sí mismo. Es una utopía, lo sé, pero sólo en esos días en los que una mesa de veinteañeros contagia la risa a una familia del pueblo, y estos últimos se atreven a probar un vino natural por primera vez, el silencio del día que se acaba suena diferente.

También están las noches en las que el silencio suena rancio y el olor que queda es a cerrado, a pesar de haberme sentado en la terraza a terminar el fondo de la botella que al cliente de la cinco le pareció «una mierda que parece agua sucia» o la molleja ahumada de la mesa dos «no era lo que se espera de una molleja»

Ay, las expectativas. Las fotos profesionales que hacen brillar el alimento que de por sí no tiene brillo, que hacen chorrear tortillas sin sal o que hacen más apetecibles quesos de máquina que sardinas de proximidad. A veces es imposible estar a la altura de la mentira y del algoritmo, de las medias verdades barnizadas con almíbar plagado de glucosa que ilumina hasta cegar la verdad de algo que es tan simple como mantequilla y limón un poco emulsionado en la sartén con el gusto auténtico que da el humo que no sale de un bote sino de una madera.

Repasar mentalmente las noches animadas es el cuchillo de doble filo que hace que nos cortemos pase lo que pase. Es ver un partido de fútbol desde la calma del lunes. Ni somos tan malos ni somos tan buenos. Ni ese lomo estaba tan pasado ni el paté del aperitivo es igual que el de la abuela francesa de la chica rubia de la mesa redonda. Seguro que no. Porque no somos abuelas ninguno, todavía.

El silencio es además la respiración de la maquinaria que durante el día se queja pero nadie escucha. El crepitar palomitero de la máquina de hielo, el ventilador furioso que lucha como puede de la nevera de la pastelería. La madera, que también tiene lo suyo. Toca descansar, hasta mañana. Yo me hago el remolón porque hay veces que estoy tan cansado que me cuesta hasta irme a casa. El restaurante y su silencio empiezan a asustarme y me voy corriendo.

A veces también llego el primero por las mañanas, y el silencio dura lo que tarda la máquina de café en hacerme persona. Hay días en los que ya huele a cocina, pues hay alguna cosa cocinando a baja temperatura y el olor del ajo y del tomillo me recuerdan que es cordero. Los electrodomésticos rugen menos, es como si el calor que no me ha dejado descansar a mí a ellos no les hubiera afectado. Tardo lo máximo que puedo en encender las extracciones, los fuegos, en poner a funcionar la maquinaria que llenará mi cabeza durante todo el día. Puede pasar que si estoy generoso me siente a tomar un café y a hacer notas mentales de platos que nunca haremos como ese paté en croûte que parecía que lo estaba haciendo todo el mundo y lo veíamos por todos lados pero la realidad es que afrontar ese reto técnico se me ha hecho bola desde hace casi dos años. Pero lo pienso igual. Nada me interrumpe al pensar que tenemos que cambiar el café, que hay que comprar servilletas nuevas, que esta mesa cojea, que el cuadro está torcido. Que está todo por hacer y ya casi son las diez, la hora en la que llega la marabunta de ruidos, de la mano de proveedores, comerciales sin cita y problemas.

El silencio más difícil de conseguir es el del servicio, es el que casi nunca pasa, el que más nos sorprende. Dar de comer a cuarenta y cinco personas diciendo las palabras justas es la mejor muestra de armonía y concentración que puede haber dentro de una cocina. Cada uno sabe lo que tiene que hacer. Cada preparación se respeta de manera individual y no hay maldiciones que se crucen en la sazón de un tiradito, ni bromas repetidas que terminen de dorar las empanadas en la freidora. Sólo manos y miradas de los que han aprendido la lección de memoria y responden con seguridad porque saben la respuesta. Oídos que escuchan, sin necesidad de girarse, que el pescado que está en plancha está listo para salir. Porque en la cocina, como en la música, sólo unas pocas palabras tienen el mismo valor que un par de silencios bien colocados.