Hambre, hambre, hambre, hambre. ¡Ay! ¡Qué hambre! Tenemos hambre. Por eso estamos todos aquí, a la puerta del restaurante con las manos en los bolsillos y la boca abierta. De hambre que tenemos. Esperando que abran para abalanzarnos a las mesas y coger los tenedores con las dos manos. No sean que se escapen del hambre que tenemos. Y claro, no somos pocos. Pocos no, todo lo contrario. La cola debe ser interminable. Pero es que huele tan bien…

-La cola ha llegado a Nueva York —escuché un día.

Pero sabemos que eso es imposible, porque para llegar a Estados Unidos se necesitarían millones de personas. Una detrás de otra y en sus flotadores respectivos. Guardando la cola en el océano y vigilando tiburones y oleaje. Y aunque es cierto que el final de la fila ni siquiera se adivina, no creo que haya cruzado de continente. Quién sabe. Porque, claro, hay dos elementos que pueden haber hecho esta quimera realidad. El primero: tenemos hambre. El segundo: pero es que huele tan bien… Y aquí puede estar el secreto a tanto enigma. Las malas lenguas dicen que este restaurante ha descubierto el ingrediente secreto para provocar el deseo de jamar. Que hace magia prohibida. Que es el culpable de tanta policía y ambulancia ordenándonos. No lo sabemos. Solo sabemos que soñamos despiertos con doradas en salsa verde y tartaletas de lima y queso, con miles de platos imposibles.

Y lo único cierto es que llevábamos una vida monótona, mecánica. Esa típica existencia de apagar despertador, ponerse las zapatillas y no encontrar las gafas. Y de la ducha o los cereales al trabajo. Y del trabajo a la cama. Y así. Hasta que abrió el restaurante. Entonces, un buen día, una neblina roja cubrió la ciudad. Y se nos metió en los pulmones hasta arrasar la voluntad. Un aroma agradable, irresistible. Y apagamos el despertador y fuimos en pijama a sus puertas. Nos encontramos todos allí, con las legañas y el sueño pegado, como diciendo que qué hacemos aquí, que ni nos hemos quitado las zapatillas de dinosaurios de estar por casa. Los primeros armamos la cola. Y los días siguientes se convirtió en un fenómeno descontrolado.

-¡Huele a pollo a la pepitoria! —dicen algunos.

-¡Ni hablar! ¡Están haciendo filete ruso de jamón y queso! —defienden otros.

Luego están los más radicales, como en todo grupo. Aquellos que creen que de carne nada, que lo que cocinan es merluza a la bilbaína. Y claro, ahí es cuando comienzan los enfrentamientos. Por eso la policía está aquí cada dos por tres. Yo, en cambio, defiendo a muerte que no huele a nada de eso. Y que a la vez huele a todo. Porque el secreto es precisamente ése: que en el aroma están contenidas todas las recetas jamás imaginadas. Evidentemente, yo no digo ni mu en público. Tengo la boca muy cerradita y hago la cola con la mente puesta en los platos que comeré cuando abran las puertas. Otros no, otros se dedican a imponer sus ideas y por eso hay grupos bien definidos. Los que creen que es carne la tienen jurada con los que defienden que es pescado. Y no son pocas las peleas que se dan. Sobre todo, por las noches. Es habitual ver a los bandos citarse en medio de la plaza central, que está al lado del restaurante, y escuchar gritos y golpes. Y, ciertamente, es un problema. Es verdad que nuestras fuerzas del orden evitan tanto cucharón de madera chocándose en duelo, pero cada vez son menos. Porque sí, ellos también son débiles —pese a esas máscaras de gas que llevan puestas— y acaban siendo parte de esta fila inmensa.

¿Qué cómo se llama el restaurante? Ni idea. Todos los nombres que se barajan son fruto de especulaciones. Porque no tiene letrero. En su cristalera solo hay pintada una cuchara inmensa. Y tienen bien oculto lo que sucede allí, porque no faltan papeles de periódico en los cristales para evitar miradas indiscretas. Siempre hay fantasiosos que defienden nombres más propios de Stranger Things que de otra cosa, pero no lo sabemos. Es verdad que, a veces, se adivinan lo que deben ser resplandores de fogones y llamas de flambeado, pero nadie sabe nada. Nadie sabe nada, pero todos tenemos hambre. Hambre, hambre, hambre, hambre. Sí, ya lo he dicho. Pero a falta de un buen redondo de ternera tengo que crear palabras para que se me llene la boca de algo, ¿no? La verdad es que ya he perdido la cuenta de los días que llevo aquí. El deseo sustituye el tiempo. La necesidad de saber qué es lo que se cocina puede con todo. Días, noches y bostezos. Mientras tanto, esa neblina roja cada vez es más densa y se pierde de vista en el horizonte. ¿Lo habrá conquistado todo?

Para ser francos, ya nos organizamos para el asalto. Creo que es razonable. No somos violentos por naturaleza; nuestro contrato social es tener esta fila bien ordenada y entrar uno detrás de otro. Pero suficiente hemos aguantado, ¿no creéis? Solo necesitamos que se diluya la policía y el ejército. Pensar en estrategias que hagan que nuestra entrada no arrase con todo. Porque en eso debemos ser cuidadosos. Un ataque descontrolado provocaría el caos y se acabarían las existencias en un periquete. Y eso haría enfurecer al resto, claro. Quién sabe lo que podría pasar. Y necesitamos a los cocineros. Son la clave para que el mundo no se autodestruya. Porque si es verdad que Nueva York espera; Argentina espera. China debe estar organizando la cola. Japón ya llevará meses haciéndolo. Es una gran responsabilidad, no creáis. De nosotros depende el planeta entero. Una mala decisión daría al traste con la vida que conocemos. Vendrían guerras, enfrentamientos enquistados; la necesidad de conquistar este diminuto punto en el mapa.

Vale, es posible que penséis que somos unos exagerados. O unos fanáticos del buen comer. Que por unas buenas lentejas a la riojana haríamos cualquier cosa. Calma. Arrieros somos. Eso es porque no ha llegado a tu ciudad la niebla roja. Al principio no la distingues. Es sutil. Pero si te detienes un momento, si subes esa naricita al cielo y olisqueas por aquí y por allá distinguirás un olor dulzón. Hazlo. Vamos, te espero. Ves. ¿Ya? ¿Lo has hecho? ¿Lo hueles? Viene de aquí. Contiene todos los platos que imaginas. Vale. Un consejo: busca la cola. Ponte al final de la cola. Porque los que estamos aquí tenemos hambre. Hambre, hambre, hambre, hambre. Y hemos llegado primero.

Autor: Iván Humanes Bespín