El hechizo de la sirena

Sucedió aquí mismo, en el Altxor (Tesoro); esta pequeña taberna-restaurante que heredé de mi padre, y que mi padre heredó de su padre y este de su padre y este… Recuerdo que era un sofocante jueves de agosto, víspera de festivo, San… San Yanomeacuerdo. Aquel jueves de agosto el termómetro digital de la farmacia de enfrente llegó a parpadear hasta los 37 grados, y con la humedad del Cantábrico… tela marinera. El aire era fuego; a cada bocanada uno tenía la sensación de respirar inmerso en una sopa de ajo al punto de ebullición. Sobre las aceras los coches se cocinaban lentamente al pil–pil. Desde lo alto de los tejados las tejas chorreaban rojo salsa de tabasco por las fachadas. Ya digo; tela marinera.
Aquel día abrasador el bochorno y el viento sur habían arrastrado a la gente hasta la orilla de la playa; vaciando calles, parques, tiendas de souvenirs, restaurantes y tabernas. Solo una pareja de turistas despistados pasaron por el Altxor. Llegaron sudorosos y jadeantes, con sus mochilas, sus chancletas, sus gorritos y sus mapas, colorados como changurros cocidos. Ocuparon una mesa y en una graciosa mezcla de francés y mímica me pidieron un par de croquetas de bacalao, dos pintxos de langostinitos a la plancha y dos raciones de la especialidad de la casa: merluza con piperras verdes (que en sus bocas sonó algo así como «Meglusa con pipeggas vegdes»). La pareja de turistas acompañaron las raciones con una botella de txakolí. No dejaron ni las sombras de las migas.
Después de comer –sonrientes y aún más colorados de lo que habían llegado–, me felicitaron por lo gica que estaba la meglusa, y me pidieron que les indicara el camino a la playa. A continuación cogieron todos sus bártulos y se perdieron en dirección al infierno de arena. Allá ellos. Serían las cinco… las cinco y media de la tarde cuando al fin estalló la galerna.
El cielo se oscureció tanto que en las calles incluso se encendieron las farolas. Algunos truenos hacían tintinear las botellas en formación sobre las baldas del mostrador. A través de los ventanales del Altxor yo podía ver los relámpagos que desde el cielo arponeaban con sus tridentes amarillos el lomo de cetáceo del monte Jaizkibel. Estuve un buen rato disfrutando del magnífico espectáculo. En primera fila.
Mientras la tormenta arrecia, sentado en mi esquina del mostrador, me dispuse a merendar una hermosa y oscura cazuelita de chipirones literatos en su tinta.
A punto estaba de hundir la primera rodaja de pan tostado en aquel mar negro infestado de chipirones cuando… tras el flash de un relámpago apareció ella.
Entró como un tsunami, sacudiéndose de encima restos de lluvia y perlas de granizo. Apoyó las bolsas de la compra que llevaba sobre el mostrador y con un salto de delfín se aupó a lo alto de un taburete. Acodada en la barra, casi sin mirarme, pidió una cerveza.
–Enseguida –dije yo, olvidándome de la tormenta y los chipirones.
–Fresca, eh –insistió ella a mi espalda. Su voz era ronca y a la vez delicada (como una caricia con uno de esos afiladísimos cuchillos japoneses que se utilizan para trocear atún, pensé).
–De nuestro cañero mana la cerveza más fresca del Cantábrico, señora, del Cantábrico y del planeta.
Le llevé el vaso, lleno hasta arriba, de la fresca y espumosa cerveza del Altxor. Para acompañar le serví un platito de gildas y aceitunas verdes rellenas de anchoa ensartadas en palillos, cortesía de la casa. A continuación encendí el equipo de música y me puse a fregar unos vasos ya limpios.
Mientras ella miraba las lucecitas del equipo de música yo la miraba a ella con disimulo.
Qué guapa era. Llevaba unos vaqueros ceñidos y una camiseta azul aún más ceñida. Seguro que no usaba sujetador. Aunque delgada de cara, tenía un cuerpo lleno llenito de curvas peligrosas. Su piel mojada era tan blanca que brillaba. Cada vez que giraba la cabeza su pelo marrón claro –a juego con sus ojos color barniz marino– anudado en una larga trenza vikinga, bailaba como la cola de una sirena. Junto al labio tenía una pequeña cicatriz en forma de luna creciente, como hecha con un anzuelo; con cicatriz y todo era condenadamente bonita.
Pensé que si aquella mujer me pidiera dejarlo todo y marcharme con ella no lo dudaría, en ese mismo instante cerraría el restaurante, nos iríamos hasta el puerto y a bordo de mi txalupa, mi Aurora, nos enfrentaríamos a la tormenta de ahí afuera, a todas las tormentas del universo, para navegar junto a ella, siempre navegar…
–Menudo bochorno –aventuré yo para iniciar una conversación (en otras circunstancias habría dicho que para romper el hielo, pero con aquella temperatura…)
–Vaya que sí. Hasta las ropas se pegan al cuerpo como si fueran algas –me respondió con aquella voz de lija aterciopelada.
No pude evitar imaginarme fugazmente la tela de su ropa interior pegándose a los pliegues más secretos de su piel blanca y caliente, y mientras lo pensaba mis dedos crispados dejaban surcos sobre la teca barnizada del mostrador. Para colmo, a cada trago de cerveza ella se pasaba la lengua por los restos de espuma blanca que quedaban burbujeando sobre sus labios. Me estaba poniendo a cien. Necesitaba distraerme. Decidí seguir hablando.
–Ahora con el paso de la galerna refrescará un poco –tanteé yo.
–A ver si es verdad, sí.
–Mire allí –le dije señalando uno de los ventanales del Altxor– allí, saliendo de la chimenea de aquel tejado… menudo chorro de arco iris, tan compacto que parece hecho de vidrio.
–Qué bonito.
Me pareció que había un poso de ironía en sus palabras. Quizás era una manera de cortar nuestro diálogo y poner distancia. Pero entonces, por primera vez, me sonrío. Luego me hizo un guiño hacia el vaso vacío.
–¿Otra? –pregunté yo.
–Otra –me respondió rotunda.
Esta segunda cerveza estaba haciendo efecto porque pude apreciar que sobre la superficie azul de su camiseta, justo en la cima de sus pechos sueltos, se le empezaban a tensar con fuerza dos pequeñas aceitunas de carne.
Fue entonces cuando sucedió… lo que tenía que suceder; y es que vi con asombro cómo una gota, una dorada pepita de cerveza, le resbalaba por la comisura de los labios. La gota se encauzó como en un tobogán por la cicatriz con forma de luna creciente de su labio, colgó un momento aferrada a la barbilla, y justo cuando estaba a punto de hacer plib y saltar al vacío…
Ya no pude remediarlo. Con una pirueta de corsario al abordaje sobrevolé el mostrador, me abalancé sobre ella y le di un beso en toda la boca. Un besazo con pepita de cerveza.
–¡Pero bueno! –gritó ella en cuanto se zafó de mí– ¡Qué descarado!
–Disculpe señora… no he podido… evitarlo –balbuceé yo–. No quise ofenderla pero es que… me fijé en que una gota de su cerveza estaba a punto de caer al suelo y… no sé qué me ha pasado… el calor… qué sofoco… por un instante he pensado que era un desperdicio esa gotita haciendo plob y perdiéndose para siempre por el suelo…
–Ah bueno, si sólo era eso…
En ese momento ya no pudimos contenernos más y los dos comenzamos a retorcernos a carcajada limpia. Menos mal que no había clientes en el restaurante.
Ella se levantó del taburete, todavía entre risas, se atusó un poco la camiseta, y tras apurar de un trago su cerveza cogió las bolsas de la compra y se dispuso a marcharse. Mientras cruzaba la puerta, sin mirar atrás, aún me dijo:
–Esta noche no tardes, he comprado en la Venta del puerto una dorada de anzuelo (alzó un poco el brazo que sujetaba una de las bolsas que llevaba) y la voy a preparar al horno, como a ti te gusta, ya sabes: aceite de oliva, chorrotada de vinagre, unos colmillitos de ajo, un soplo de pimentón picante… y luego, si te portas bien, después de acostar a los niños te voy a servir un postre salado de chuparte los dedos –anunció con una insinuación de caderas que ya quisiera para sí la Shakira esa–.
Y se fue del restaurante tarareando la canción de los Fito & Los Fitipaldis que en ese momento sonaba en el equipo de música; eso de «soldadito marinero conociste a una sirena».
Aquella tarde estuve en las nubes, vigilando cada cinco minutos el reloj con forma de timón que cuelga sobre el mostrador, rezando al dios Poseidón para que no viniera ningún turista a cenar y así cerrar pronto el Altxor. Y es que no me podía quitar de la cabeza aquella preciosa pepita de cerveza bailando traviesa y espumosa sobre los labios de la que desde hace quince años es mi compañera de aventuras y la madre de mis dos hijos… para navegar junto a ella, navegar, siempre navegar… de la mano de mi sirenita, mi Aurora.