El río Tajo, en sus 1007 km. de recorrido por la Península Ibérica, visita dos capitales que fueron imperiales: Lisboa y Toledo. Hoy estas urbes ya no rigen imperios, pero sí mantienen la capitalidad portuguesa y la de Castilla-La Mancha, respectivamente. Sus aguas, al pasar por la «roca» en la que se asienta Toledo, rodean la ciudad, y ese profundo y fuerte abrazo abarca más de la mitad de su perímetro. Su caudal erosionó las duras rocas y dió origen al asentamiento humano. Desde la Edad del Bronce hasta nuestros días se ha convertido en una de las ciudades del mundo que más capitalidades diferentes ha ostentado desde que existe: primero fue la principal sede de los Carpetanos, y también fue la capital del reino visigodo. Después de la ocupación musulmana volvió a serlo, convirtiéndose en la Capital Imperial de Carlos I. Es la capital de su provincia y, desde 1983, lo es también de su Comunidad Autónoma: Castilla-La Mancha. Y siempre será la Capital de la Historia.
El río creó la «roca» y le ha servido también de foso natural. Este caudal le ha traído constantemente las aguas a Toledo y se las ha evacuado. También es vía de comunicación, da aromas de humedad, influye en la climatología de la zona, etc. Este río tiene un gran protagonismo: tiene estrella. En él se reflejan los brillos de la Historia, como los puentes de San Martín y Alcántara, o el gran acueducto romano, del que solamente quedan vestigios pero pudo haber sido el más alto de la ingeniería romana. ¿Qué tenía Toletum para que los romanos hiciesen tal obra? Algunos siglos después, allá por el XVI, Juanelo Turriano fue encargado por Carlos I para que preparase un ingenio en su orilla derecha que subiese el agua hasta el Alcázar, y lo hizo. No fue difícil hacerlo, porque Juanelo era un gran inventor, y cuenta la leyenda que también hizo un «hombre de palo», o sea. un autómata que, ya en aquellos tiempos, salía a la calle a mendigar por él porque acabó sus días arruinado. Pero lo más especial del Tajo es que sus aguas dotaban al acero toledano del temple especial que lo caracterizaba; las herrerías toledanas han producido, sin duda, las mejores espadas del mundo.
Destacados ejemplos de este acero, flexible y duro, se guardan en el Museo del Ejército ubicado en el Real Alcázar, la edificación más vistosa, ubicada en lo más alto dominando todo el paisaje. Al observar la silueta urbana desde la lejanía, esta ciudad parece coronada como su prestigio merece: esa laureola imperial es el Alcázar, que se divisa mucho antes de llegar. Es un edificio construido en el siglo XVI como principal sede de Carlos I y su imperio, en el que no se ponía el sol. Al mirarlo de día se ve que engrandece a la urbe y, al atardecer, refleja los últimos rayos de aquel sol que ahora sí se pone en España y, al caer la noche, se convierte en un blasón iluminado que luce como las estrellas en la oscuridad.
El Museo del Ejército es una maravilla, digno de estar en este palacio. Dentro del museo todo se entiende bien, porque está bien explicado. La visita, que puede durar horas, se hace amena y tiene las salas suficientes para conocer a fondo el tema. Hay explicaciones -con vídeo-, muy precisas y claras, entre las que destacan la de la Batalla de Bailén y la de El asedio de Numancia. Además, la entrada está bien de precio y, más aún, los domingos por la mañana es gratuita, ideal para estos tiempos. Al recorrerlo se encuentran piezas de gran valor, y otras más anecdóticas, como la berlina en la que asesinaron al General Prim y las famosas espadas locales. En este inmueble, al ser rehabilitado como museo, se hallaron en el subsuelo restos arqueológicos de todas las épocas toledanas: romanos, visigodos, árabes, etc. Estos restos fueron respetados y están expuestos al público, es otro encanto oculto más.
Al caer la noche la mayoría de las calles se vacía y el paseo nocturno por callejones y rincones solitarios sobrecoge. Las piedras silentes te musitan palabras en árabe, en hebreo o en latín. Por ejemplo, bajar por el Callejón del Toro, que se estrecha hasta casi desaparecer, y aún así, meterse en él, girar y salir a la Plaza de San Justo, que está llena de árboles, es una sensación insólita. Pero impresiones como esta se pueden encontrar muchas aquí, porque las ciudades laberínticas atesoran recovecos encantadores y, en ellos, grandes sorpresas. No es difícil hallar rincones o detalles que apenas haya descubierto alguien más, hay miles… Algunas calles, como la de la Granada, tienen el nombre con un dibujo en bajorrelieve de piedra en los esquinazos.